
En un universo regido por la dualidad, la armonía surge cuando las fuerzas opuestas se complementan, no cuando compiten. El machismo y el feminismo tóxico—manifestaciones extremas de la energía masculina y femenina distorsionadas—son los dos extremos de un espectro que, lejos de fomentar la construcción, fracturan el equilibrio tanto a nivel individual como colectivo. Desde una perspectiva espiritual, ambos fenómenos son síntomas de una herida compartida: la desconexión con la esencia sagrada de lo masculino y lo femenino.
El machismo, que se fundamenta en la dominación de lo masculino, niega la vulnerabilidad, impone el control y minimiza la importancia de lo femenino. Desde un punto de vista espiritual, este fenómeno refleja un exceso de energía yang (activa, competitiva) que no ha sido adecuadamente integrada, obstruyendo así la fluidez y la conexión emocional. Tradiciones como el taoísmo sugieren que este desbalance conduce al estancamiento, afectando tanto a quienes lo perpetúan como a aquellos que sufren sus consecuencias, lo que a su vez perpetúa ciclos de violencia y desconexión emocional.
Por su parte, el feminismo tóxico—que no debe confundirse con la legítima búsqueda de la equidad—emerge como respuesta al machismo, pero acaba replicando los mismos patrones destructivos: desdén hacia lo masculino, victimización incesante y una competencia agresiva. En este caso, la energía yin (receptiva, colaborativa) se distorsiona, generando una dinámica de confrontación que refuerza la división en lugar de promover la sanación.
En conjunto, estas dos polaridades no solo diferencian lo masculino y lo femenino, sino que también generan un desbalance que impacta en la colectividad, impidiendo que se alcance una verdadera equidad y un sentido de unidad.
Ambas posiciones emergen de heridas individuales y colectivas no superadas/curadas. El machismo nace del miedo a la fragilidad; el feminismo tóxico de la reacción a renunciar a nuestras frustraciones. Espiritualmente, esto se traduce en bloqueos de los chakras inferiores (sobrevivencia, poder) y del corazón, de forma que la energía vital no fluye.
La ecuanimidad no se logra invirtiendo los papeles opresores, sino trascendiéndolos. Esto implica:
- Reconocer las heridas: Darnos cuenta de cómo hemos incorporado los patrones.
- Honrar ambas energías: Tratar de cultivar la fuerza compasiva (masculino sagrado) y la receptividad activa (femenino sagrado).
- Construir diálogos inclusivos: Cambiar la contienda por el trabajo de pareja, con la aceptación irrenunciable de que la diversidad enriquece.
Sanar esa heridas colectivas parte desde adentro, desde la percepción y disolución de la máscara de poder y sobre la base de la posibilidad de cocreación desde el respeto mutuo. ¿Qué sería si, en vez de confrontar energías, nos fusionamos para crear puentes?
En conjunto, estas dos polaridades no solo distinguen entre lo que es lo masculino y lo femenino, sino que también se genera un desbalance que se refleja en lo colectivo, impidiendo un sentido y una equidad real.