Durante mucho tiempo le tuve miedo a estar solo. Llenaba mi agenda de actividades, rodeaba mi vida de personas, hacía todo lo posible para no enfrentarme a ese silencio que tanto me asustaba. Porque pensaba que estar solo era sinónimo de estar incompleto, de que algo estaba mal conmigo.
Pero estaba equivocado.
Lo que descubrí en el silencio
Cuando finalmente me permití estar en soledad, sin distracciones, sin ruido, sin escapatoria, sucedió algo que no esperaba. En lugar de encontrar vacío, me encontré a mí mismo. En lugar de sentir miedo, sentí paz. Y esa fue la revelación más grande: la soledad no era mi enemiga, era mi maestra.
En esos momentos a solas empecé a escuchar mi voz interior, esa que había estado gritando pero yo no podía oír entre tanto ruido externo. Empecé a conocer mis gustos reales, mis sueños auténticos, mis necesidades genuinas.
¿Y sabes qué? Me empecé a caer bien. Descubrí que mi propia compañía no era algo que tener que soportar, sino algo que disfrutar.
La soledad como refugio
Hoy entiendo que amar la soledad no significa rechazar a los demás o aislarme del mundo. Significa tener un refugio dentro de mí mismo al que puedo regresar siempre que lo necesite. Es saber que no dependo de nadie más para sentirme completo, que puedo estar bien conmigo mismo antes de estar con alguien más.
La soledad me enseñó a disfrutar de mi propia presencia, a valorar el silencio, a encontrar paz en la quietud. Me mostró que puedo ser suficiente para mí, que no necesito llenar cada espacio vacío con ruido o con personas solo para evitar estar conmigo.
Hoy elijo mi soledad
Ahora la soledad ya no me asusta, la elijo. La busco cuando necesito reconectarme, cuando quiero escucharme, cuando necesito recargar energías. Porque aprendí que la mejor compañía que puedo tener es la mía propia.
